miércoles, 31 de julio de 2013

Historia de dos ciudades


"En busca del tiempo perdido" es como el Guadiana: aparece y desaparece (de este blog), sólo que con periodicidad mensual. Su última aparición tiene lugar bajo la forma de "A la sombra de las muchachas en flor", obra que, si careciese del marchamo de clásico, probablemente causaría controversia actualmente por representar el amor que realmente no se atreve a decir su nombre: El amor-atracción-tabú hacia las adolescentes (el narrador, desde su presente adulto escribe: "acaba uno por no gustar sino de las muchachitas muy jóvenes, en cuyos cuerpos aún está laborando la carne como preciosa pasta" y "Esa plasticidad presta suma variedad y encanto a las amables atenciones que con nosotros tiene una muchacha"). Cierto es que su autor también muestra, aunque no con muy buenos ojos (típico disimulo de quien no quiere verse reconocido como tal), el amor entre personas del mismo sexo. (Recordemos que Proust llegó a batirse en duelo por haber sido tildado de homosexual).
Esta obra, que en 1919 obtuvo el Premio Goncourt, está marcada por el número dos. Y es que, no sólo se encuentra dividida en dos partes, sino que transcurre en dos ciudades, en dos ambientes diferentes; narra, básicamente, dos historias de amor, mostrando dos visiones distintas de éste; dos son los artistas que ayudan a educar el gusto por el Arte del protagonista (Bergotte y Elstir. El uno, escritor; el otro, pintor), etc.
Resumamos la novela:
Primera parte: Nuestro narrador de cabecera, enamorado desde el libro anterior de Gilberta, adolescente de 14 años (aproximadamente la misma edad de éste en la época en que transcurre la acción) e hija de los Swann, trata de introducirse en su ambiente íntimo, en su casa, hasta que consigue asistir habitualmente, y casi como invitado de honor, a las tertulias cultas y pretenciosas que celebra Odette. Se trata de unas reuniones de salón a imagen y semejanza de aquellas a las que ella asistía en casa de los Verdurin. Pero Gilberta es una joven que transmite señales equívocas: no se sabe si corresponde o no al protagonista. Ora se muestra amable, solícita, atenta; ora displicente y cruel. Ante esta incertidumbre y tras un feo que ella le hace, el narrador decide dejar de verla y, finalmente, su amor, que parecía tan intenso, deja de existir casi por propia voluntad, como algo calculado paso a paso. Es en este momento, con el corazón vacante, cuando un amigo judío (la madre de Proust también lo era y la quería mucho, pero la visión antisemita que ofrece él de dicho pueblo parece acorde con la propia de su tiempo, que acabó dando como resultado el genocidio de éste) le descubre algo que desconocía: las mujeres gustan, como él, del placer sensual. De esta manera, se abre para el protagonista un mundo nuevo: el de la atracción múltiple. Va a casas de citas y, ya en la segunda parte, no para de extasiarse ante cada muchacha hermosa que pasa fugazmente a su lado. Todo ello ocurre en los ambientes aristocráticos de la capital francesa.
Segunda parte: El narrador, cuya compañía más constante es su débil salud, se desplaza con su abuela y su criada "heredada", Francisca (siempre divertida con su pintoresca manera de entender la vida y sus muestras de ingenuidad), a un hotel a pie de playa en la ficticia ciudad de mar de Balbec. Allí conocerá a una variada fauna propia de los balnearios: desde aristócratas a burgueses. Pero destacará una cuadrilla de amigas adolescentes, atolondradas, bellas y dispares. Sobre ellas, la más notable es Albertina, de la que acaba enamorado (afirma el autor que "hay una cierta semejanza, aunque vaya evolucionando, entre las mujeres que nos enamoran sucesivamente, semejanza que proviene de la fijeza de nuestro temperamento, puesto que él es quien las escoge y elimina a todas aquellas que no sean a la vez opuestas y complementarias, es decir, adecuadas para dar satisfacción a nuestros sentidos y dolor a nuestro corazón"). Palabras estas últimas que son síntoma de lo que acabará ocurriendo con Albertina: que el narrador no conseguirá lo que se proponía. Pasarán los días y volverá a fijarse en la cuadrilla de amigas en conjunto, o más bien, como miembros intercambiables, de cuya compañia puede disfrutar. De esta manera, llegará el final del estío, las muchachas en flor volverán a sus casas y las vacaciones en Balbec habrán terminado.
Sobra decir que Proust vuelve a cautivar con la belleza de sus palabras, con la actualidad de los temas que plantea y con muchas otras cuestiones. Pero lo que más profundamente queda en mí, inesperadamente, es la sensación de que es un magnífico libro para leer en verano, con todo el sabor de esas vacaciones juveniles que pasamos en la playa disfrutando de sensaciones que no se dan el resto del año o en otros ambientes. Quizás ni siquiera en otras épocas de la vida.

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