A medida que avanza "En
busca del tiempo perdido", podemos llegar a una conclusión no
del todo obvia: Proust carecía por completo de sentido del pudor.
Faltaban segundos, y a mí la respiración, cual corredor de fondo,
para que llegara el mes de octubre a su fin, cuando el protagonista
de "La prisionera" decía ante mis ojos las últimas
palabras del quinto o sexto tomo (depende de la edición que
manejemos), esas en las que trata de mostrar que aún conserva algo
de amor propio: "Déjeme un momento, luego la llamaré". Difícil tarea, pues durante toda la novela ha expuesto sus miserias sentimentales.
Pero hagamos un poco de
balance de los hechos, antes de conocer la razón de esas palabras: Al
final de "Sodoma y Gomorra", el narrador (su autor deja
claro en este volumen que no se trata de él mismo) está decidido a
casarse con Albertina, no porque la ame, sino movido por los celos,
por una ansia de posesión (pues sólo cree amarla cuando parece que
puede perderla). Así que vuelven juntos a París, a casa del
protagonista. Su madre está de viaje en Combray, de visita a un
familiar enfermo, por lo que quedan prácticamente solos para hacerse
daño mutuo. Durante el tiempo que comparten, siguen las mentiras de
ella y algo casi peor, el descubrimiento por parte de él, a través
de terceros o de algunas frases sueltas e incoherentes con lo que ha
dicho anteriormente por parte de ella. Digo que lo peor, porque ahí
comienza una necesidad morbosa por reconstruir el pasado, por rehacer la
memoria buscando la verdad. Surgen preguntas nuevas y respuestas
que parecen sinceras o que quizás lo son en parte: medias verdades
que tratan de cubrir otras mentiras. Es éste un auténtico ensayo
sobre el engaño. El narrador rompe con su amada, vuelve, rompe
nuevamente. La descripción es tan detallada que resulta imposible
que Proust no esté narrando su propia vida sentimental. ¿Cómo
conocer, si no, hasta el último resorte que mueve el comportamiento
del celososo patológico? De ahí que considere que Proust carecía
de pudor.
Nuestro protagonista
llega a la misma conclusión a la que puede llegar el lector: Es tan
prisionera Albertina, espiada constantemente en sus actos diarios,
como él, cautivo de los celos. A veces, podemos tener la impresión
de que ella va a cambiar, de que procurará hacerlo feliz siéndole
fiel y sincera. Pero se trata de un espejismo. Lo cual no evita que
él busque cualquier asidero para poder creer en ella tras cada
mentira.
Al final, quizás por el
cansancio provocado por la repetición de estas escenas incómodas;
porque comprende que no va a cambiar nunca, pues conoce su propia
naturaleza; porque siente el peso de esa vivienda-celda, a pesar de
los caprichos que su "carcelero" le consiente, Albertina
huye un día al amanecer (quedando sus razones envueltas en el
mistero, como ocurre habitualmente en estos casos). Es al despertar
el personaje principal, cuando su fiel criada, Francisca, le anuncia
la partida de su huésped y él, para no dejar entrever su estado de
ánimo derrotado, le responde con toda naturalidad para que ésta se
retire sin sospechar lo que hay tras sus palabras.
Y es que, como ya nos
avisaba al comienzo el narrador: "Al dejar Balbec, había creído
dejar Gomorra, arrancar Gomorra a Albertina; pero, ¡ay de mí!,
Gomorra estaba dispersa en los cuatro extremos del mundo".
P. S.: Como sé que hay
quienes, a pesar de todo, siguen pensando que Marcel Proust no
resulta moderno y no es divertido (por momentos), citaré parte de un
diálogo de "La prisionera" con la esperanza de que cambie
esa impresión que quizás aleja de él a muchos lectores:
"En mi tiempo, los
homosexuales eran unos buenos padres de familia y no solían tener
amante más que como tapadera. Si yo hubiera tenido una hija que
casar, habría buscado un yerno entre ellos para estar seguro de que
no sería desgraciada".