viernes, 1 de noviembre de 2013

La consecuencia insoportable de un gran amor


A medida que avanza "En busca del tiempo perdido", podemos llegar a una conclusión no del todo obvia: Proust carecía por completo de sentido del pudor. Faltaban segundos, y a mí la respiración, cual corredor de fondo, para que llegara el mes de octubre a su fin, cuando el protagonista de "La prisionera" decía ante mis ojos las últimas palabras del quinto o sexto tomo (depende de la edición que manejemos), esas en las que trata de mostrar que aún conserva algo de amor propio: "Déjeme un momento, luego la llamaré". Difícil tarea, pues durante toda la novela ha expuesto sus miserias sentimentales.
Pero hagamos un poco de balance de los hechos, antes de conocer la razón de esas palabras: Al final de "Sodoma y Gomorra", el narrador (su autor deja claro en este volumen que no se trata de él mismo) está decidido a casarse con Albertina, no porque la ame, sino movido por los celos, por una ansia de posesión (pues sólo cree amarla cuando parece que puede perderla). Así que vuelven juntos a París, a casa del protagonista. Su madre está de viaje en Combray, de visita a un familiar enfermo, por lo que quedan prácticamente solos para hacerse daño mutuo. Durante el tiempo que comparten, siguen las mentiras de ella y algo casi peor, el descubrimiento por parte de él, a través de terceros o de algunas frases sueltas e incoherentes con lo que ha dicho anteriormente por parte de ella. Digo que lo peor, porque ahí comienza una necesidad morbosa por reconstruir el pasado, por rehacer la memoria buscando la verdad. Surgen preguntas nuevas y respuestas que parecen sinceras o que quizás lo son en parte: medias verdades que tratan de cubrir otras mentiras. Es éste un auténtico ensayo sobre el engaño. El narrador rompe con su amada, vuelve, rompe nuevamente. La descripción es tan detallada que resulta imposible que Proust no esté narrando su propia vida sentimental. ¿Cómo conocer, si no, hasta el último resorte que mueve el comportamiento del celososo patológico? De ahí que considere que Proust carecía de pudor.
Nuestro protagonista llega a la misma conclusión a la que puede llegar el lector: Es tan prisionera Albertina, espiada constantemente en sus actos diarios, como él, cautivo de los celos. A veces, podemos tener la impresión de que ella va a cambiar, de que procurará hacerlo feliz siéndole fiel y sincera. Pero se trata de un espejismo. Lo cual no evita que él busque cualquier asidero para poder creer en ella tras cada mentira.
Al final, quizás por el cansancio provocado por la repetición de estas escenas incómodas; porque comprende que no va a cambiar nunca, pues conoce su propia naturaleza; porque siente el peso de esa vivienda-celda, a pesar de los caprichos que su "carcelero" le consiente, Albertina huye un día al amanecer (quedando sus razones envueltas en el mistero, como ocurre habitualmente en estos casos). Es al despertar el personaje principal, cuando su fiel criada, Francisca, le anuncia la partida de su huésped y él, para no dejar entrever su estado de ánimo derrotado, le responde con toda naturalidad para que ésta se retire sin sospechar lo que hay tras sus palabras.
Y es que, como ya nos avisaba al comienzo el narrador: "Al dejar Balbec, había creído dejar Gomorra, arrancar Gomorra a Albertina; pero, ¡ay de mí!, Gomorra estaba dispersa en los cuatro extremos del mundo".

P. S.: Como sé que hay quienes, a pesar de todo, siguen pensando que Marcel Proust no resulta moderno y no es divertido (por momentos), citaré parte de un diálogo de "La prisionera" con la esperanza de que cambie esa impresión que quizás aleja de él a muchos lectores:
"En mi tiempo, los homosexuales eran unos buenos padres de familia y no solían tener amante más que como tapadera. Si yo hubiera tenido una hija que casar, habría buscado un yerno entre ellos para estar seguro de que no sería desgraciada". 

No hay comentarios:

Publicar un comentario