martes, 10 de diciembre de 2013

Entre el deseo de saber y el miedo de sufrir


Admito mi culpa: me he retrasado a la hora de publicar la entrada mensual del tomo correspondiente de "En busca del tiempo perdido". Pero es que he tenido la gripe. Además, siempre viene bien un poco de suspense, no saber cuándo aparecerán las reseñas o, incluso, si llegaré a tiempo para la dedicada al último libro de la septalogía.
Hoy toca "La fugitiva" (según la edición que manejo), también titulada "Albertina desaparecida". Y es que al final de la novela anterior, Albertina se va del lado del narrador sin avisar.
Como me suele ocurrir con Proust, distingo dos historias, en este caso, de traición, o de sensación de traición:

En primer lugar, nos encontramos con que el protagonista y Albertina se intercambian cartas en las que ninguno muestra sus verdaderas intenciones, aunque ambos quieran volver. Fingimiento que resulta, finalmente, baldío, pues nunca se encontrarán nuevamente, ya que ella muere en un accidente hípico (recordemos el aspecto autobiográfico de la obra de Proust: Albertina, realmente, no es otra sino Alfred Agostinelli, amante del autor, que, tras abandonarlo, falleció al estrellarse su avioneta). Es este el momento en que se convierte en realidad una de las mayores pesadillas de todo enamorado: perder al ser amado y descubrir después que éste no era quien decía ser, o al menos, confirmar las sospechas de una doble vida. Comienza, así, una serie de confidencias de quienes la conocieron, la reconstrucción de la verdad oculta tras las mentiras que componen los recuerdos del protagonista sobre su relación, las dudas sobre casi cada detalle que la conformó. Y la evidencia de que ya es imposible que Albertina le sea sincera, pues ya no existe ninguna Albertina a la que confrontar con los hechos.
Pero ya sabemos que nuestro narrador es incapaz de enamorarse, que lo suyo son más bien obsesiones, la necesidad de posesión de quien se le resiste. De ahí que tampoco le sea muy difícil el olvido y realizar los proyectos que le impedía llevar a cabo su relación, ahora truncada. En palabras de él mismo: "Mi amor por Albertina no había sido más que una forma pasajera de mi devoción a la juventud". Uno de esos proyectos cumplidos es su viaje a Venecia, que realiza con su madre.

En segundo lugar, de vuelta de la ciudad de los canales, en el tren, se entera de que su amigo Roberto Saint-Loup y su primer amor, Gilberta, se casan (en principio, se trata de una boda de conveniencia, pero ella acaba enamorándose). En este caso, la decepción, la traición, viene dada por un cambio en la forma de ser del novio: Ya no es aquél que se desvivía por complacer al narrador y le contaba sus secretos. Roberto no lo invita a su boda y después de ella finge infidelidades con mujeres para ocultar su homosexualidad, de origen temporal incierto, (o su bisexualidad más tendente al gusto por los hombres. Principalmente, su affaire con Morel, heredado de su tío, el barón de Charlus), provocando con esta tapadera los celos de su esposa y su desdicha.
Pero, una vez más, ya sabemos que nuestro narrador no cree en la amistad. Luego no le cuesta mucho sobreponerse. Difícil encontrar a alguien más cínico en la Historia de la Literatura. Pero, claro, ahí radica gran parte de su encanto.

P.S.: Lo sé, no es ésta una reseña ni muy amplia ni muy inspirada. (La foto es de Agostinelli, por si os pica la curiosidad y queréis saber quién inspiró el personaje de Albertine Simonet, uno de los más recordados de la Literatura Francesa ).

Nota de agradecimiento: Ojiplático y boquiabierto quedeme cuando el 22 de noviembre, en un artículo dedicado al centenario de la publicación de "Por el camino de Swann" del periódico "La Provincia", leí una mención a este blog escrita por uno de sus críticos estrella, Antonio Bordón, autor del espléndido libro de relatos "Muchachos, maten a Borges". Gracias por el detallazo. Sobre todo, viniendo de quien viene.

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